viernes, 13 de junio de 2008

UN BAÚL LLENO DE GENTE




Con estas palabras - "un baúl lleno de gente" - calificó Antonio Tabucchi todo lo que Pessoa dejó al morir. Ahora leo en la prensa que a los ciento veinte años de su nacimiento siguen apareciendo inéditos del poeta y que su familia anuncia que subastará ochocientos manuscritos. Nada tiene de extraño. " El 8 de marzo de 1914 Pessoa se acerca en su casa a una cómoda alta y (contará él mismo), "cogiendo un papel, empecé a escribir, de pie, como escribo siempre que puedo. Y escribí treinta y tantos poemas de un tirón, en una especie de éxtasis cuya naturaleza no podría definir. Fue un día triunfal de mi vida, y nunca podré disfrutar de otro semejante". Ese día nacerán los poemas de Alberto Caeiro, el primero de sus tres principales heterónimos ( es decir, tres personalidades ficticias, pero definidamente caracterizadas: Caeiro, filósofo antimetafísico, Ricardo Reis, horaciano, y Álvaro Campos, futurista, discípulo de Whitman y de Marinetti). Esos tres heterónimos -seres inexistentes - tendrán para Pessoa una apariencia física concreta, unos datos y un perfil: Alberto Caeiro será de estatura media, frágil, de pelo rubio y ojos azules; Ricardo Reis, un poco más bajo que Caeiro, fuerte y seco; Álvaro Campos, relativamente alto, delgado, con cierta tendencia a encorvarse, blanco y moreno, un tipo de judío portugués, portador de monóculo. Pero lo principal de esos heterónimos -con personalidad poética independiente, cada uno con su escritura y su arte poética original - es que son sus poemas los que dan luz a los autores, son sus poesías las que crean a sus creadores y no al revés. Pessoa se repartirá entre sus poemas ortónimos (es decir, los que el poeta escribió con su nombre) y los heterónimos (atribuidos a figuras que él crea).


Por eso ese baúl está lleno de gente. Vamos sacando poemas y autores y lluvia del baúl y esas calles de Lisboas distintas en la Lisboa misma, cuando bajamos hacia la Baixa desde el monumento al Marques de Pombal, andando por la Avenida de la Libertad y el cerebro se nos escapa hacia el Jardín Botánico, se pierde la imaginación por el Rossío, la voluntad se desmembra por la Rua de Alecrim. Un tranvía célebre va remontando el hombro de Lisboa y su campanilla suena conforme ascendemos. Está cerca el Castillo de San Jorge, abajo la Plaza del Comercio, la red de calles de la rua del Ouro, rua Augusta y rua da Prata, las gentes que vienen del Monumento dos Restauradores. Llueve, llueve en Lisboa sobre este baúl lleno de gente. Como si atravesáramos la lluvia, como si nos aterrorizara la tormenta, así vemos Lisboa envuelta en agua, el papel de las casas desprendido de los muros de carne, la calle de la Aduana, la calle del Arenal, la calle de los Doradores, el Terreiro do Paco humedecido por esa poesía que un hombre piensa en el café Martinho da Arcada - junto a la Plaza del Comercio, en la esquina de los soportales de la calle de la Aduana con la Augusta - o en los cafés de la Plaza del Rossío, este hombre solitario, insatisfecho, atormentadamente introvertido, este hombre mixtificador, amante de la magia y del ocultismo, este hombre que escribirá luego refugiado en el primer piso de la casa número 16 de la calle Coelho da Rocha y que responde a las voces plurales de la noche bajo un nombre que envuelve muchos nombres y que quiere llamarse Fernando Pessoa, el hombre que está llenando de gentes este viejo baúl". ("El artículo literario y periodístico".-Eiunsa, 2007, págs 220- 222).

(Foto: retrato de Fernando Pessoa por Almada Negreiros, Patrimonio artístico de la Cámara Municipal de Lisboa.-openDemocracy).

jueves, 12 de junio de 2008

VIEJO Y NUEVO PERIODISMO










El periodismo no ha cambiado. Ha cambiado todo lo que nos rodea a quienes escribimos: el móvil, el ordenador, las cámaras, los focos, todo lo que llevamos en los bolsillos, los cables, la velocidad, la instantaneidad, la inmediata comunicación del pulgar de la mente que hace que este blog, Mi Siglo, se lea dentro de un segundo en Asia o en América, que se reciba contestación, que se discuta en la pantalla, que se formen tertulias en el aire de la red, que la red supere al papel, que las herramientas y los utensilios sean diminutos, eficaces, que se hable y se escriba con la otra punta del mundo en un pestañear de ojos, que crucemos mensajes telefónicos, que nos miremos los unos a los otros en pantallas de espejos, todo lo que el futuro nos trae cada minuto pulverizando el presente, arrojándonos de bruces al mar de la comunicación. Pero el periodismo no ha cambiado. Tampoco la literatura. El periodismo - como la literatura - vive dentro de la pupila del gran observador (la literatura de observación, que decía Pla) (en el caso de la creación, la literatura de invención), y no hay sorpresa que nos abra el mundo sin esa observación de la pupila, sin esa atención perpetua, juvenil, una atención que no descansa, una inquietud hermanada con el constante asombro.


Todo lo que se ha modificado y seguirá modificándose casi hasta el infinito son las herramientas. El ojo periodístico dentro de la pupila de la atención se fija en los movimientos generales de unas elecciones americanas, por ejemplo, o en los síntomas enfermizos de una sociedad en decadencia. Es el ojo el que felizmente domina a las herramientas y si ese ojo es ciego o está cansado de mirar - creyendo que ya lo ha visto todo, que ya lo sabe todo -la herramienta será inservible.


He pensado una vez más en todo esto cuando he repasado el ojo y la mano de Azorín, del que hablé aquí hace pocos días. Se puede tomar el ejemplo de Azorín, el de Pla o el de cualquier otro ojo que haya cumplido bien su misión y el de cualquier mano que haya contado cuanto el ojo veía.


Azorín cuenta en su libro "Madrid" cómo Don José Ortega y Munilla, director de "El Imparcial", le llama a su casa para encargarle una serie de artículos o reportajes sobre la ruta de Don Quijote. "En su casa, mano a mano los dos- cuenta Azorín -, ha de darme las últimas instrucciones para el viaje. Con el mayor misterio me dice: "Bueno, ya lo sabe usted. Va usted primero, naturalmente, a Argamasilla de Alba. De Argamasilla creo yo que se debe usted alargar a las lagunas de Ruidera. Y como la cueva de Montesinos está cerca, baja usted a la cueva. ¿No se atreverá usted? No estará muy profunda. ¿Y dónde cree usted que ha de ir después? Y, ¿cómo va usted a hacer el viaje? No olvide los molinos de viento. Ni el Toboso. ¿Ha estado usted en el Toboso alguna vez? ¡Ah, antes que se me olvide!". Y diciendo esto - sigue Azorín -, don José Ortega Munilla abre un cajón, saca de él un revolver chiquito y lo pone en mis manos. Le miro atónito. No sé lo que decirle. "No le extrañe usted - me dice el maestro -. No sabemos lo que puede pasar. Va usted a viajar solo por campos y montañas. En todo viaje hay una legua de mal camino. Y ahí tiene usted ese chisme por lo que pueda tronar".


El ojo de Azorín viaja por la ruta de Don Quijote. La mano de Azorín escribe desde allí sus artículos a lápiz, que en aquel tiempo es su silenciosa herramienta. Tienen un éxito asombroso en "Los Lunes" de "El Imparcial". Walter Starkie cuenta cómo observó aquel ojo y cómo se movió aquella mano por tales tierrras: "Cuando llegó en el tren a Cinco Casas Azorín tomó un coche de caballos junto a otros viajeros, y durante los doce a trece kilómetros del trayecto a Argamasilla no dijo ni una sola palabra ni al cochero ni a los viajeros. (...) Al llegar a la fonda de la Xantipa, Azorín pidió una habitación sencilla que diera a la parte posterior, e insistió que no quería nada más que la cama, una silla, una mesa y dos velas. Durante la cena no despegó los labios e inmediatamente después se encerró en su habitación y empezó a escribir... Luego salió a dar una vuelta por el pueblo y le siguieron de lejos; vieron que se paraba delante de ciertas casas y las miraba detenidamente, anotando algo en un libro. Más tarde le vieron entrar de puntillas en un patio y mirar tímidamente, y al oir pasos correr hacia fuera. Con todo esto crecieron las sospechas, y uno de los huéspedes más osado penetró en su habitación para investigar y encontró muchos papeles rotos. Fue a consultar a los demás y vieron que estaban escritos en un idioma muy raro. Uno sabía francés, pero no era francés, ni alemán tampoco, y no lo pudieron comprender, porque Azorín, que era periodista, escribía en taquigrafía. (...) Todo esto duró hasta que empezaron a llegar los artículos que Azorín escribía para "El Imparcial", y entonces descubrieron el misterio, porque encontraron en los artículos una descripción detallada de sí mismos, lo que eran, lo que dijeron, cuántos coñacs habían tomado en los casinos, sus ideas, todo". ("El artículo literario y periodístico".-Eiunsa, 2007.-págs 48-50).
Hoy no sé qué le diría el director de turno al moderno Azorín.
No le daría un revolver porque el periodista ya sabe cuántos controles tiene que pasar en los aeropuertos. Tampoco la herramienta es hoy un lápiz ni se viaja en coche de caballos. Lo que no ha cambiado es el ojo - pupila de Azorín o de Pla - que debe observar y analizar catástrofes nucleares y catástrofes domésticas, los dramas de la emigración y de la ausencia de cultura, la desertización moral y el vacío de valores, ese gesto de la infancia abandonada o el sopor y bostezo de tantos políticos.
(Fotos: La ruta de Don Quijote; Cueva de Medrano .-Argamasilla de Alba.-clubbiored.org.-altoguadianamancha.org.)

miércoles, 11 de junio de 2008

LA MUJER DE VALLE INCLÁN



"La barba negrísima, un poco rala sobre las mejillas, un poco en punta, como para caracterizar a Mefistófeles en ópera - así describía a don Ramón del Valle Inclán la actriz Josefina Blanco, la que luego sería su mujer, el día en que lo conoció, en 1905 -; luego, la boca, de labios finos y pálidos ligeramente movidos por un tic nervioso; una boca larga, entreabierta, anhelante, de corte mefistofélico también, casi oculta por el mostacho enhiesto, fanfarrón; nariz prominente, cyranesca, sobre la que cabalgaban unos quevedos con gruesa armadura de carey, (...). Y tras los quevedos, los ojos tristes, dulcísimos, maravillosos, cargados de melancolía, como si hubieran contemplado todos los dolores del mundo y para todos tuviera una mirada de piedad, de comprensión, de consuelo. (...) Mas de repente, como en un choque, mis ojos se encontraron con los suyos. Rápidamente, evité afrontar aquella mirada; no tan deprisa, sin embargo, que no me diera tiempo para advertir la expresión de ternura con que aquellos ojos se fijaban por primera vez en mí. (...) Ahora hablaba, hablaba mesuradamente, dulcemente, con cierta musicalidad que acaso dependía, más que del tono, de las palabras armónicas, enlazadas sabiamente, sin afectación, con naturalidad...Tenía la voz aguda, de timbre un poco femenino, y un acusado defecto de pronunciación sellaba su habla, suave, con ligero acento de nacionalidad imprecisa. ¿En qué consistía aquel defecto de expresión? ¿Era labial? ¿Era lingüístico? ¿Qué letras rozaba el desconocido al hablar? ¿Era la ce? ¿Era la zeta? ¿La ese, tal vez? Atendí. Era la ese; pero no desfigurándola, sino destacándola, silbándola un poco...Toda la afectación que faltaba en la palabra estaba en las manos, cuyos movimientos parecían medidos y estudiados con arte. ¿Dónde había yo visto otras manos como aquellas?...¿Dónde las vi? Las había visto hacía mucho tiempo. ¿Cuándo? ¿Dónde? Me recordaban algo que vivía en mí misma; pero ¿qué era? ¿De dónde era?...". (Josefina Blanco: "Memorias" .- (inéditas).

Josefina Blanco conoce a Valle Inclán en una reunión de actores y gente del teatro en casa de Ceferino Palencia y María Tubau. Josefina tenía entonces 16 o 17 años y actuaba de dama joven en la compañia de la Princesa. Pronto la actriz se da cuenta de que Valle no es un ser sobrenatural, sino un hombre como otro cualquiera, con sus inconvenientes y ventajas, con sus flaquezas y, por encima de todo, con su indefinible atractivo. Cuando se dice que tras los pasos de un hombre siempre aparece el andar decisivo de una mujer, en el caso de Valle Inclán no hay excepción ninguna. Contaba Josefina Blanco en una entrevista realizada en 1944 cómo al comenzar su noviazgo, quien escribiría más adelante Tirano Banderas se encendía con argumentos y proyectos en la cabeza que le costaba luego llevar a la práctica y poner sobre el papel. Para sacudirle su pereza, Josefina le entregaba cada noche, al despedirse, diez cuartillas, que el joven Valle Inclán debía devolverle escritas al día siguiente. Si eso no ocurría, la novia no le hablaba, y en esto - decía Josefina - ella no transigía. Con el tiempo, le permitió escribir en papel de menor tamaño, pero mantuvo el número fijo de diez cuartillas durante todo el noviazgo.

La cara y la cruz de Valle Inclán - como la de tantos escritores y artistas del mundo -muestran triunfos y desgracias, reconocimientos y confesiones desoladas. Cuatro años antes de morir y a un año del estreno de "Divinas palabras", le escribe Valle a un amigo, Ruiz Contreras, el 27 de julio de 1932:

"Mi querido Contreras: recibí su buena carta. Estoy abrumado. Ayer empeñé el reloj. Ya no sé la hora en que muero. Como tengo que cocinar para los pequeños (a finales de ese año se divorcian la actriz y el escritor), el fogón acaba de destrozarme la vegija. Ni salud ni dinero, y los amigos tan raros. Por eso le agradezco doblemente su carta. Si en mi experiencia, desengañada, ya no puedo acogerme a ninguna esperanza, me trae un consuelo. No crea usted, sin embargo, que me desespero. Yo mismo me sorprendo de la indiferencia con que veo llegar el final. He convocado a los hijos y les he expuesto la situación. También ellos tienen el alma estoica. Les he dicho: "Hijos míos, vamos a empeñar el reloj. Después de comernos estas cien pesetas, se nos impone un ayuno sin término conocido. No es cosa de comprar una cuerda y ahorcarnos en reata. No he sido nunca sablista y quiero morir sin serlo. Creo que los amigos me ayudarán, cuando menos para alcanzaros plazas en los asilos. Yo me acogeré al Asilo Cervantes. Allí tengo un amigo: D. Ciro Bayo". Como pequeños héroes - prosigue Valle Inclán -, se tragaron las lágrimas y se han mostrado dispuestos a correr el temporal sin darle demasiada importancia. En rigor, no la tiene, y si alguna vez yo se la he dado, es porque me salgo del hecho cotidiano de una familia sin recursos, con el padre enfermo."
Parecería todo esto un parlamento de una pieza teatral pero es la vida misma que Valle quiere representar en su escenario.
(Fotos:Caricatura de Valle Inclán, por Castelao, 1916; Valle Inclán con Josefina y su hija Conchita; Lectura de "Divinas palabras" en el Teatro Español: entre otros, Enrique Borrás, Margarita Xirgu, Rivas Cheriff, Castelao y Valle Inclán, foto de Alfonso.-Imágenes: fundaciónvalleinclán.org.)

lunes, 9 de junio de 2008

FINAL DE LIBROS



Hace dos días hablé en Mi Siglo de las horas nocturnas y creadoras de los escritores - del llamado "mal de medianoche" - y hoy me asomo a las horas diurnas (y también nocturnas) , intensas y creadoras, de un grande de las letras, Joseph Conrad, que en carta a Galsworthy del 20 de julio de 1900 le confiesa cómo escribió el final de "Lord Jim":

"Mandé a esposa e hijo fuera de la casa - a Londres - y me senté a las nueve de la mañana, con la desesperada resolución de terminar con el asunto. A cada rato daba una vuelta por la casa, salía por una puerta y entraba por otra. Comidas de diez minutos. Todo con prisas. Las colillas se elevaban hasta formar un montículo, como los túmulos que se erigen sobre los héroes muertos. La luna se levantó sobre el granero, miró por una ventana y desapareció de la vista. Llegó el amanecer, la luz. Apagué la lámpara y seguí adelante, con todas las hojas del manuscrito volando por la habitación por culpa de la brisa de la mañana. Salió el sol. Escribí la última palabra y me fuí al comedor. Las seis. Compartí un resto de pollo frío con Escamillo (que se sentía muy desgraciado y necesitaba compañía, pues había echado de menos al niño todo el día). Me sentía muy bien, con algo de sueño; me di un baño a las siete y a las ocho y media estaba de camino hacia Londres". (John Stape, "Las vidas de Joseph Conrad".-Lumen.)

Los creadores a veces marcan esa hora exacta del fin conseguido: Kafka anota: "Esta historia, "La condena", la he escrito de un tirón durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana". Doce años antes, Conrad había apuntado la hora de su última palabra: "Las seis". "Solo así es posible escribir - dirá también Kafka -, solo con esa cohesión, con total abertura del cuerpo y del alma".

domingo, 8 de junio de 2008

RUIDO Y SILENCIO



Al principio del excepcional libro de Ramón Andrés, "El mundo en el oído". El nacimiento de la música en la cultura ( Acantilado) - un libro que nos sumerje totalmente en la sabiduría - leo que "la mayoría de diccionarios definen la inteligencia como la acción más o menos rápida de comprender una situación o un concepto, pero a menudo "ese concepto" parte de la sensación auditiva, más que visual, para convertirse de inmediato en conocimiento y memoria, es decir, en una elaboración interior propiciada por la sonoridad. La inteligencia es ante todo saber oir y escuchar, esto es, asimilar. En la sentencia de Marcos se dice que quien tenga oídos que oiga, y en cambio no se apela a la vista para confirmar una realidad".

Es cierto ello, pero habría que recordar las palabras de Leonardo hablando del ojo: "el ojo, que es la ventana del alma, es el órgano principal por el que el entendimiento puede tener la más completa y magnífica visión de las infinitas obras de la naturaleza". ("Cuadernos de notas".-Felmar.)

Sea ojo u oído lo que nos acerca más a la inteligencia, a los dos habría que añadirles el silencio. Bergson define la inteligencia como el arte de salir de aprietos, y es indudable que en el silencio de la meditación, paseando uno mismo con su propio pensamiento, la inteligencia - sin recibir en ese momento estímulos auditivos -traza sus caminos personales pensando en cuanto antes ha oído o contemplado y de este modo desarrolla ese comportamiento que a la inteligencia define: la capacidad para resolver problemas nuevos, aprender con rapidez, abstraer y percibir relaciones. El silencio es vital cuando el mundo entra por el oído. Vivimos en un universo que es todo oído, y por el cual no entra sólo música -¡ójala! -, sino conversación, intrascendencia, rumorología y todas las astillas verbales, muchas veces innecesarias, que va soltando, al pasar, la convivencia. El silencio es vital para escuchar el ruido singular de la lectura. Como en la cámara reservada de Italo Calvino en "Si una noche de invierno un viajero" (Bruguera), el sonido de las palabras nos va trasmitiendo el cuerpo de
la conversación que el autor quiere tener con nosotros siempre que nosotros estemos en íntimo silencio, es decir, pendientes de lo que se nos dice: escuchando al libro. También aquí la música de las frases, la ondulación de los párrafos, el rumor constante de la verdad de las ideas que los vocablos recubren, todo eso se va vertiendo hasta desembocar en nuestro silencio, silencio de lectura apoyados en el butacón, abandonados en la cama o sentados bajo el cielo de un parque. Todos los aparatos de sonido y de imagen - televisión, radio, ordenador e incluso la llamada sorprendente del móvil - permanecen apagados. Es el silencio lo que nececesitamos muchas veces al día y del que solemos huir. O él nos huye. La inteligencia a veces es vivir en silencio.
(Fotos: "Alegoría del Sentido del Oído" de Brueghel de Velours.- El silencio.)