sábado, 15 de septiembre de 2007

OSTRAS Y CHAMPAGNE

Sentada en las grandes praderas al lado de los baobabs y no lejos de los elefantes, o sentada ante la mesa de su granja, "al pie de las colinas de Ngong", todos sabemos que a Karen Blixen se le daba un motivo en el aire- un motivo musical-literario, el pie para que echara a andar ( una palabra, un nombre) - y su relato se ponía en movimiento según el ritmo cadencioso de las palabras mágicas. El cuento, gótico o no, iba tomando forma igual que la cintura de esas vasijas de invención redondeadas y estilizadas, elevándose cada vez más finas, mejor dibujadas, más fascinantes y deslumbrantes.
Isak Dinesen siempre lo logró con sus palabras.
Le escuchaba arrobado Denys Finch-Hatton, como vimos en "Memorias de África", recostado en la hierba al lado de la tienda nocturna, en la mano una copa de vino.
Luego le escucharon también, muchos años después, Marilyn Monroe, Arthur Miller y Carson McCullers en un famoso almuerzo americano cuya foto hoy aparece en los periódicos. Allí vemos a una Dinesen envejecida, cuyos ojos, según diría Truman Capote, "con kohl en los párpados, profundos, como animales de terciopelo acurrucados en una cueva, son posesión de mujeres comunes".
Debió de contarles otra gran historia a aquellos personajes, las mil y una noches de una noche que les hiciera olvidar lo insoportable.
Luego la leyenda dice que Dinesen, ya anciana, sólo se alimentaba de ostras y champagne
Pero eso ya pertenece al dominio de sus cuentos. Nunca sabremos si es ficción o realidad.

viernes, 14 de septiembre de 2007

LOS ROSTROS DE LA TELE

Anoche, viendo el telediario con Emmanuel Lévinas, sentados como siempre en el sofá del salón, aparecieron de pronto esos rostros de todas las noches, esos rostros doloridos de mujeres crispadas, de mujeres golpeadas, de niños abandonados, esos rostros de Rembrandt llenos de pústulas de violencia, esos rostros con los labios abiertos y las manos tendidas, esos rostros y cuerpos doblados en despedidas, ojos de infancia desamparada, llanto, desesperación, destrucción.
Me atreví a musitar como todas las noches:
-¡Qué horror...!
Y seguí cenando el plato de la costumbre, que por cierto estaba muy bien cocinado, era como siempre muy sabroso, no se cansa uno de comer la costumbre mientras se dice por lo bajo todos los días mirando al televisor:"¡qué horror!, ¡pero qué horror!..."
Pero los filósofos son distintos. Mirándome Lévinas mientras cenaba no pudo ya contenerse:
-La piel del rostro -me dijo- es la que se mantiene más desnuda, más desprotegida, ¿sabe usted? La más desnuda, aunque con una desnudez decente. La más desprotegida también: hay en el rostro una pobreza esencial. Prueba de ello es que intentamos enmascarar esa pobreza dándonos poses. Y además el rostro habla. El rostro es lo que nos prohibe matar, es como una extraña autoridad desarmada. El rostro es lo que no se puede matar, o, al menos, eso cuyo sentido consiste en decir: "No matarás".
Me quedé con la costumbre en la cuchara, pensativo, sin querer cenar más.
Me miraba desde el televisor el rostro de todas las noches, un rostro irrepetible, único. Luego sonó un golpe seco y desapareció de la pantalla.

jueves, 13 de septiembre de 2007

LAS GRANDES SUPERFICIES

Ahora en otoño, cuando se acerca uno al mar y se pasea solitario por entre rocas y acantilados, en estas tardes o mañanas de niebla, a la hora en que se fueron ya los últimos veraneantes, el grosor de las olas y el lomo de las aguas va y viene despacio en el casi absoluto silencio que alarga la costa, el mar se va haciendo la mar, y en la mar, al fondo, se ven venir flotando toda especie de libros, aquellos finos y delgados de poesía y estos otros de caudal considerable, con sus portadas y páginas saladas, con sus reclamos publicitarios y brillantes, libros como peces o peces como libros, con sus escamas plateadas, curvados, ondulados, tentadores, abrumadores.
Sentado en esta roca, la gran superficie del mar con sus departamentos, mesas y anaqueles, recibe este flujo de libros que arroja la fuerza de la "rentrée", obras que se escribieron por convicción o por oportunismo, animales marinos resbaladizos.
Decía Salman Rushdie " que lo peor de todo es cuando ya no tienes un libro que escribir y sin embargo tienes que escribir un libro".
Luego uno se fija en la costa, en el atardecer de la costa, en cómo se va poniendo el sol y va entrando suavemente el claroscuro.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

CONTEMPLANDO EL FUEGO

Por la puertecita que da al jardín, que da al vestíbulo, que da al mar, por el pasillo de esta casa de campo donde vivo, casa sobre rocas, casa sobre llanuras y montes, casa sobre la gran ciudad y sus rascacielos, por este breve pasillo familiar tantas veces recorrido, llego siempre hacia las siete o siete y media de la tarde al salón donde está la chimenea y me siento en el butacón rodeado de libros.
Los dos- el poeta y yo- contemplamos en silencio el crepitar del fuego.
-"...Porque el fuego material, ¿ve usted? -me dice suavemente la voz de este poeta sentado a mi lado-, en aplicándose al madero, lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le va poniendo negro, oscuro y feo y aun de mal olor, y, yéndole secando poco a poco, le va sacando a luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios al fuego; y, finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle, viene a transformarle en sí y ponerle hermoso como el mismo fuego...", ¿lo advierte?
Sí, sí lo noto, le respondo cada tarde a esta hora a San Juan de la Cruz.
Miramos los dos el fuego y él va viendo dentro del fuego todos los movimientos del alma, lo que nos pasa en la vida, el llanto del agua bajando por los recuerdos, sequedades sentidas, color de llamas encendidas, esperanzas inflamadas, troncos de años.
Así nos quedamos largo rato.
Después, hacia las ocho, cuando la noche entra por la puerta del jardín, por la puerta del mar, por la puerta del vestíbulo, mi casa en lo alto de los montes y de los rascacielos aparece iluminada sobre el tráfico, río de luces interminables y rumor de civilización.
Mañana a las siete volveré a estar otro rato en silencio con San Juan de la Cruz.

domingo, 9 de septiembre de 2007

LA VOZ HUMANA

En el monólogo teatral "La voz humana" de Cocteau la actriz aparece en una habitación azulada y oscura, en un decorado enmarcado por cortinajes rojos, con una cama desordenada al lado y como centro de todo un teléfono. El teléfono siempre ha atraido a escritores y artistas. "Esa idea -decía Auster- de estar hablando con alguien, de crear cierta intimidad y, al mismo tiempo, ser completamente invisible...Se pulsan unos botones y se puede hablar con cualquiera en el mundo. Resulta tan misterioso... Es al mismo tiempo aterrador, inútil, y a veces magnífico..."
Por eso esta mujer que pasa del nerviosismo a la mentira, de la mentira a la seducción, de la seducción al abandono, esta mujer que habla y habla caminando y volviendo a caminar por la escena sin soltar nunca el teléfono, esta mujer que estira el cable de la distancia, que pregunta, disimula, sospecha, a la que vemos de espaldas y de perfil, de la que oimos su timbre suave y encantador transformado de pronto en cruel y vengativo, esta mujer atada a la voz humana que le habla, la voz que necesita oir, la voz a la que su voz responde, la voz que querría siempre al lado, es hermana de esta otra mujer moderna que cruza la calle hablando por el móvil, que habla mirando a escaparates, que sigue hablando mientra sube escaleras, esta mujer sin cable, con el oído pegado a la voz, esa voz que le ha hablado siempre al otro lado del teléfono, esa voz necesaria, urgente, la voz que quiere retener, esa voz que no se puede escapar, no, él no me puede colgar, ¡no, no me puedes colgar!, eres la media naranja de mi voz, ¡eres casi mi voz misma!
Por eso cuando en la escena de Cocteau vemos cómo esta mujer se va enrollando al cuello el cordón del teléfono y desesperada, incrédula, asustada ante tanto silencio, va diciendo "¡Dios mío, que me llame! ¡ Dios mío, que me llame!", no nos extraña ver a esta otra mujer en la calle pendiente del móvil que acaba también de escuchar un completo silencio y repite lo mismo, "¡Dios mío, que me llame! ¡ Dios mío, que me llame!", antes de caer desvanecida al suelo.